martes, 1 de mayo de 2018

Duodécimo aniversario, y San Vicente en Bélgica

La verdad es que hace unas dos semanas que empecé a escribir esta entrada, en uno de esos arranques de 'voy a volver a escribir con regularidad', que lamentablemente se han visto frenados por la dura realidad diaria, que no me deja demasiado lugar para florituras. De hecho, empecé a escribir el lunes siguiente al lunes de Pascua Florida, un bonito 16 de abril, y me he plantado en el primero de mayo con la entrada a medias. Y el primero de mayo es el cumpleaños de esta bitácora languideciente y siempre en espera de tiempos mejores que no llegan.

No voy a comentar demasiado el ritmo de publicación, que ya es demasiado evidente que no da más de sí. Es más, parece que nos vamos acercando a ese momento temible en que haya una sola entrada al año: la del aniversario. Bueno, la de Navidad también es casi obligatoria. Yo ya hago lo que puedo, pero los quehaceres cotidianos en esta Bruselas de mis entretelas me tienen desvelado y mucho más trabajado de lo que estaba en Moscú. Pero aquellos eran otros tiempos, con sus ventajas y sus inconvenientes, y es inútil añorarlos. Sigo pues con la entrada de entonces, porque...

Pasando a asuntos menos controvertidos, un lunes pasado se celebró el día de San Vicente Ferrer en todo el Reino de Valencia, cuyo patrón es, y además comenzó el año jubilar vicentino, que durará más de un año civil, porque San Vicente siempre es el lunes siguiente al de Pascua y, como la Pascua de 2019 será posterior a la de este año, el resultado es que tendremos más de doce meses de jubileo. Bienvenidos sean.

Es difícil exagerar la importancia del pare Vicent en Valencia. Basta con darse una vuelta por el centro de la ciudad y mirar en torno de uno, procurando, eso sí, no confundir a San Vicente Ferrer, que es el de la entrada de hoy, con San Vicente Mártir, que vivió algo más de un milenio antes que el primero y que, patrón de la ciudad de Valencia, tiene también un espacio muy importante en la misma. Pero no es el San Vicente del que toca escribir hoy.

San Vicente fue una de las personas más importantes de su tiempo, incluso en su vertiente civil. No sólo tuvo una actuación fundamental en la solución del cisma de Occidente, a pesar de su amistad con Benedicto XIII, sino que fue partícipe de uno de los acontecimentos que prepararon la unidad de España, cual fue el Compromiso de Caspe, al que acudió en representación del Reino de Valencia y donde su parecer fue decisivo para la elección de Fernando de Trastámara como monarca en la Corona de Aragón. El nieto de este Fernando sería otro Fernando que fue el artífice de la hegemonía española durante el principio de la Edad Moderna... pero ésa es otra historia.

A pesar de su enorme importancia como político, San Vicente nunca dejó de ser un dominico, un humilde miembro de la Orden de Predicadores, por muchos milagros que hiciera. Se pateó el Reino de Valencia, y varios países más, en todas direcciones, y casi siempre a pie, salvo cuando ya era de edad avanzada e iba subido a un asno. Su fuerte era la predicación, y se dice que tenía don de lenguas, y que los que lo escuchaban predicar le entendían en su propia lengua, a pesar de que San Vicente no hablaba sino latín y valenciano. Hace poco escuché en un programa de radio en el que se leyó su biografía que hablaba latín y español. El valenciano es una lengua española, ciertamente, pero, si se referían al castellano, parece que San Vicente no lo hablaba.

Entre los viajes que hizo San Vicente, y con notable anacronismo, sus biógrafos mencionan Bélgica. Bélgica no existió como tal hasta 1830, varios siglos tras la muerte del santo. En aquellos tiempos, las tierras que hoy son Bélgica eran un rompecabezas de ciudades libres, señoríos de distintos pelaje y feudos religiosos y seglares, que no adquireron cierta estructura unitaria hasta un siglo después, cuando nuestro Carlos I, que era de aquí (de Bélgica) los formó como un estado patrimonial de los Austrias.

Contra su costumbre, San Vicente parece que no llegó a pie a estas tierras, sino por mar, y que predicó en Brujas, que en aquel entonces era una ciudad opulenta entregada a un frenesí constructor (más o menos como la Valencia de unos años después). Sin embargo, y por más que he escudriñado a diestro y siniestro, poca cosa he encontrado de la posible visita de San Vicente, sino alguna referencia dudosa y hasta sospechas de que San Vicente no puso sus pies en Flandes.

Sea como fuere, quizá fuera uno de los primeros valencianos en moverse por aquí, y sirvan estas líneas de homenaje a su persona. Desde luego, no hay valenciano más ilustre desde que Valencia existe, ni es probable que lo vaya a haber en los próximos decenios, tal y como están las cosas por mi tierra, así que los que hoy vivimos en la actual Bélgica podemos sentirnos honrados por el hecho de que nuestro santo más destacado, antes de rendir su alma al Señor, decidiera darse una vuelta por estos andurriales y decir a los habitantes de Brujas que temieran a Dios y le dieran honor, pues estaba por llegar la hora de su juicio.

No sé si le darían crédito los flamencos de entonces. Sí que me temo que, si hoy se acercara San Vicente por aquí, lo tendría bien difícil, porque la predicación en esta ciudad tan descreída es cosa de valientes. Cómo estará el percal que esta mañana, supongo que aprovechando el día festivo, han aparecido por mi puerta dos testigos de Jehová con ánimo de convertirme, y yo creo que se han sentido aliviados de que no les cerrara la puerta en las narices, y hasta me han dado las gracias por no gritarles, antes bien, les he tratado con amabilidad a pesar de ser unos herejes de lo más horroroso. Lo de convertirme ya es harina de otro costal. Yo diría que tienen más posibilidades de convertir al busto de Pedro el Grande.

Pero ésa es otra historia, y deberá contarse en otro momento en que, a diferencia de hoy, no se haya hecho tarde.

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